Cuando se trata de orar, sin duda alguna, muchos de nosotros nos arrodillamos y mencionamos las palabras que los discípulos dijeron a Jesús: “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1).
En las escrituras Jesús nos enseña a orar de la misma manera que Él oraba al Padre: en solitud. “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35). De esta forma enseñando con ejemplos Jesús advirtió a sus discípulos evitar caer en la trampa de la hipocresía tal como los fariseos hacian exhibiendose públicamente al orar en lugares donde la gente pudiera admirar su “piedad y devoción.” Muy al contrario Jesús instruyó el orar en soledad diciendo a los discípulos: “ Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6).
Muchos tratamos de seguir el ejemplo de oración en solitud que Jesucristo nos dio y tratamos de vivir como Él nos instruyó, asi que nos metemos en un cuarto apartado y en silencio intentamos escuchar a Dios buscando señales que nos indiquen que Él está presente respondiendo nuestras peticiones. Aún asi a pesar de todo, en un periodo corto de tiempo, mientras el silencio perdura en el cuarto nosotros estamos dudando si Dios nos escucha o no y si nuestras oraciones han llegado un poco más alto que el techo de ese cuarto. Y asί en lugar de una oración y una comunión sincera con Dios, tenemos como resultado una densa frustración por lo que decidimos abandonar el cuarto llenos de resentimiento y enojo por que hemos percibido silencio puro y total por parte de Dios. Salimos de aquel lugar que habiamos apartado para acercarnos a Dios cuestionando el poder de la oración sin percatarnos que al cuestionar el poder de la oración estamos cuestionando el poder y la existencia misma de Dios.